viernes, 29 de abril de 2011

EL VIAJE

Querido esposo:
No sé como comunicarme contigo y por eso he decidido escribirte esta carta. Ya sé que es una carta extraña y diferente a todas las que has recibido en toda tu vida, pero créeme, ésta rebosa de un cariño distinto y va dirigida con el amor más puro que he podido dedicarte desde el día que nos conocimos.
Fue dura mi partida, pero sabes que tenía que ser así; era preciso que yo emprendiera ese largo viaje y ni tú siquiera pudiste impedir que yo me marchara. Han pasado largos años desde entonces y sé que estás más viejo. Puedo ver tu cara afilada en la que han nacido surcos profundos de nueva arrugas y tu frente despejada, marchita por el peso de tu edad, coronada de plateados cabellos que sirven del marco a unos ojos cuya mirada se pierde, con frecuencia, en el ensueño de los recuerdos.
Tus largas piernas siempre inquietas, apenas son capaces ya de soportar el peso de tu cuerpo vacilante y cada vez te cuesta más que tus pies te obedezcan cuando quieres ir de un lugar a otro.
No me reproches el que hasta ahora no hayas tenido noticias mías. No era preciso y por eso he dejado correr el tiempo. Sabes que siempre te he querido más que a mi vida y no he dejado de recordarte ni in solo momento desde el día que cogí aquel tren que parecía iba a separarnos para siempre. Puedo asegurarte que pronto estarás conmigo. No, no te digo el día exacto porque es una sorpresa, pero tu billete ya está con la fecha puesta. Vete llenando una buena maleta con las cosas que aquí vas a necesitar, pues cuando menos lo esperes, te darán el aviso de que el viaje ya está listo. No dejes nada para última hora, todavía te queda algún tiempo para reflexionar sobre lo que más te conviene traer y es mejor que empieces a prepararlo todo desde este mismo instante, porque así te encontrarás más sereno y tranquilo.
No temas nada, a mí también me daba miedo separarme de ti, me aterraba dejaros a todos, creía que yo era tan imprescindible, que cuando me di cuenta de que era la hora de marcharme de vuestro lado sentí verdadero pánico. ¿Te acuerdas de mis palabras? ¡Qué solos os vais a quedar!
Tú me consolabas quitando importancia a aquello y diciéndome que no, que todavía faltaba más tiempo del que podíamos imaginar, que mi viaje se demoraría aún bastante. Pero no fue así, no quería irme, pero debía hacerlo y el tren llegó puntual, sin un solo minuto de retraso.
Recuerdo vuestras caras una por una, ya sabéis que me iba para no volver y por eso fuisteis todos a despedirme. Yo sonreía para daros ánimos pero mi sonrisa era un gesto desesperado que me desgarraba en lo más profundo de mi ser. Me mirabais con angustia, en un silencio tan denso, que hasta parecía que nadie respiraba.
Traspasé sola el umbral de aquel vagón y vuestro silencio se convirtió en llanto. Yo noté que me recorría por todo el cuerpo un escalofrío espantoso y perdí el sentido hundiéndome en un mar de oscuridad. Cuando el convoy arrancó emprendiendo una veloz carrera, empecé a salir de mi aturdimiento poco a poco y ya todo parecía distinto, me encontraba más ligera, tenía la sensación de estar flotando más allá de las estrellas, en un vacío sin techo ni fondo. No sabía si soñaba o estaba despierta. Miré a mi alrededor y vi que no había nadie allí. Quise correr y no sentía las piernas, iba a gritar y no salía mi voz.
Fue sólo un momento de pesadilla porque enseguida llegué al final del trayecto.
Al bajar del tren vi en la estación a dos jóvenes que me estaban esperando. Uno era muy bien parecido y de rostro sereno, el otro tenía mirada retorcida y cara adusta. Eran los aduaneros que debían revisar mi equipaje. Entonces sentí vergüenza, mi maleta estaba casi vacía y lo poco que contenía eran trastos inútiles. ¿Cómo había tenido la osadía de hacer tan largo viaje sin apenas lo necesario?
Examinaron detenidamente mis cosas, todo estaba inservible. El muchacho más agradable me clavó sus ojos con ademán de lástima, en tanto que el otro sonreía burlonamente mientras se iba guardando con desparpajo mis sucias prendas, hasta que en una de ellas, apareció una bolita pequeña y reluciente que rodó hasta el suelo. La recogió el otro joven con gesto de júbilo: Era una perla de reducido tamaño pero muy hermosa, cuyo valor, me daba derecho a entrar en la ciudad. Se marchó malhumorado el joven adusto y no supe más de él.
Este país es maravilloso, ya lo verás. Aquí reina la paz y la felicidad sin límites, porque no existe la envidia ni el odio. No hay discriminaciones de ningún tipo entre ricos, pobres, blancos, negros, payos o gitanos. Aquí todos nos consideramos iguales y nadie quiere ser más que otro, simplemente nos amamos conviviendo como hermanos.
Prepárate ya para que no sientas la misma angustia que me tocó para a mí al llegar a las puertas de esta ciudad. Tira tus ropas viejas y vístete con otras nuevas. Llena tu maleta con lo mejor que encuentres, que ya verás como vale la pena.
Adiós cariño, lee despacio esta carta que te escribo sin pluma ni papel, que no precisa sobre ni franqueo pero que te la grabo en tu corazón, para que no olvides ninguna palabra.
Pronto llegará tu último viaje y subirás al tren de la Eternidad. Ten listo un equipaje de buenas acciones para que cuando llegues aquí no se disputen tu alma los aduaneros del Bien y del Mal. A mí me salvó una perla, fue la del arrepentimiento que sentí al verme con las manos vacías ante el inevitable tránsito al país del más allá.
Hasta pronto.
Tu esposa.

Cuento ganador del certamen literario José Calderón Escalada, que fue leído como acto inaugural de las fiestas de San Mateo 86 de Reinosa.

1 comentario:

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.